Rock 'n' Roll High School
La adolescencia. De cinco a ocho años de cambios físicos y mentales. Un campo de minas emocional. Convertirte en el adulto que serás el resto de tu vida, según el tio Ben.
Menuda mierda.
Vale, tuvo ratos divertidos. Pocos. La combinación de ignorancia, hormonas e irresponsabilidad puede traer emociones a porrillo. O eso me han dicho. El caso es que fueron unos años bastante lamentables para mí.
Cuando uno no sabe quién es, a dónde va, cómo hacer o decir las cosas, por qué no piensa más que en follar, etc., lo lógico es meterle en un sarcófago y mantenerle con soporte vital asistido y un sistema de realidad virtual que le permita aprender lo necesario, hasta los 20 o así.
Pero en esta sociedad ilógica, lo que se hace es juntar a todos los chavales y chavalas en ese estado en un microcosmos donde poder formar su microsociedad. La cual, como cabe esperar, se rige por unas normas tan confusas y absurdas como el adolescente medio.
El instituto.

No te has juntado apenas con el sexo opuesto en tu vida y de repente todo cuanto haces, dices y aparentas está dirigido a causarle sensación. Notas una extraña necesidad de caer bien, impresionar, destacar, distinguirte por un medio u otro. Empieza a preocuparte tanto el cómo te ven los demás que olvidas cómo te ves tú. No tienes la menor capacidad social y el tenerla se ha vuelto vital de la noche a la mañana. Cosas que gustan a los demás no te interesan, y viceversa, pero no es agradable decir no. No entiendes nada ni puedes admitirlo.
El instituto es el infierno. Y, mayormente, quienes fueron felices en él eran los más tontos del barrio. Los que más sencillo lo tenían para seguir la corriente porque carecían de personalidad. El instituto es un desguace de espíritus jóvenes.
O eso es lo que me digo para justificar mi colección de frustraciones de entonces. Yo era un adolescente inadaptado y marginal, si, ¿y qué?
Menuda mierda.
Vale, tuvo ratos divertidos. Pocos. La combinación de ignorancia, hormonas e irresponsabilidad puede traer emociones a porrillo. O eso me han dicho. El caso es que fueron unos años bastante lamentables para mí.
Cuando uno no sabe quién es, a dónde va, cómo hacer o decir las cosas, por qué no piensa más que en follar, etc., lo lógico es meterle en un sarcófago y mantenerle con soporte vital asistido y un sistema de realidad virtual que le permita aprender lo necesario, hasta los 20 o así.
Pero en esta sociedad ilógica, lo que se hace es juntar a todos los chavales y chavalas en ese estado en un microcosmos donde poder formar su microsociedad. La cual, como cabe esperar, se rige por unas normas tan confusas y absurdas como el adolescente medio.
El instituto.

No te has juntado apenas con el sexo opuesto en tu vida y de repente todo cuanto haces, dices y aparentas está dirigido a causarle sensación. Notas una extraña necesidad de caer bien, impresionar, destacar, distinguirte por un medio u otro. Empieza a preocuparte tanto el cómo te ven los demás que olvidas cómo te ves tú. No tienes la menor capacidad social y el tenerla se ha vuelto vital de la noche a la mañana. Cosas que gustan a los demás no te interesan, y viceversa, pero no es agradable decir no. No entiendes nada ni puedes admitirlo.
El instituto es el infierno. Y, mayormente, quienes fueron felices en él eran los más tontos del barrio. Los que más sencillo lo tenían para seguir la corriente porque carecían de personalidad. El instituto es un desguace de espíritus jóvenes.
O eso es lo que me digo para justificar mi colección de frustraciones de entonces. Yo era un adolescente inadaptado y marginal, si, ¿y qué?