The People Who Grinned Themselves To Death

Ha sido una semana entretenida, en cierto modo. Es asombroso lo mucho que uno puede distraerse discutiendo (es un decir) con cierta gente.
Diría que es como hablar con una pared, pero al menos las paredes son lo bastante inteligentes como para no hablar por hablar en vez de callar cuando les conviene.

Hoy vamos a hablar del yo. Bueno, no vamos a hablar, yo voy a hablar del yo. Que no es lo mismo que yo voy a hablar de mí.

Desde pequeños se nos vende la idea de que para salir adelante hay que ser duro. Resistirse a las influencias externas, saber imponer tu voluntad, tener la fuerza para moldear las cosas a tu alrededor...
Abundan los ejemplos en la naturaleza. Y abundan los ejemplos de lo contrario.
El león se zampa a la gacela. Es el más fuerte y gana. De cajón. Pero, ¿puede un león morder el agua? ¿Desgarrarla de un zarpazo? No, y no porque el león no sea lo bastante fuerte, sino porque el agua no lo es. Cede, se adapta a todo, y vuelve a su posición cuando la zarpa la ha surcado, sin dejar herida.



Cualquiera puede aplastar a una cucaracha, dada la diferencia de tamaño, pero si una persona y una cucaracha cayeran al suelo desde un sexto piso, solo la cucaracha sobreviviría. Porque es ridículamente pequeña.

Resumiendo y para dejarnos de metáforas, no siempre conviene ser duro y grande. Puedes superar un escollo siendo más duro que él para romperlo, o siendo flexible y evitándolo.

¿Y el yo? El yo es algo así como el índice de dureza de la persona. Lo que llamamos ego (o lo que se denomina ego en psicoanálisis, que tampoco sé exactamente qué es) como indicador de la arrogancia, intransigencia y ensimismamiento de alguien, viene a ser una personalidad dura. A menudo imponen su voluntad a otras menos duras, pero, como con los materiales, esa dureza es también sinónimo de fragilidad. Un objeto duro no se dobla: se rompe. También la gente egocéntrica.

Continuará. O no.