Hugo y yo

La culpa es de la sociedad.

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Lugar: En las Nubes (Alcalá de Henares), Madrid, Spain

16.11.05

Rock 'n' Roll High School

La adolescencia. De cinco a ocho años de cambios físicos y mentales. Un campo de minas emocional. Convertirte en el adulto que serás el resto de tu vida, según el tio Ben.

Menuda mierda.

Vale, tuvo ratos divertidos. Pocos. La combinación de ignorancia, hormonas e irresponsabilidad puede traer emociones a porrillo. O eso me han dicho. El caso es que fueron unos años bastante lamentables para mí.

Cuando uno no sabe quién es, a dónde va, cómo hacer o decir las cosas, por qué no piensa más que en follar, etc., lo lógico es meterle en un sarcófago y mantenerle con soporte vital asistido y un sistema de realidad virtual que le permita aprender lo necesario, hasta los 20 o así.

Pero en esta sociedad ilógica, lo que se hace es juntar a todos los chavales y chavalas en ese estado en un microcosmos donde poder formar su microsociedad. La cual, como cabe esperar, se rige por unas normas tan confusas y absurdas como el adolescente medio.

El instituto.



No te has juntado apenas con el sexo opuesto en tu vida y de repente todo cuanto haces, dices y aparentas está dirigido a causarle sensación. Notas una extraña necesidad de caer bien, impresionar, destacar, distinguirte por un medio u otro. Empieza a preocuparte tanto el cómo te ven los demás que olvidas cómo te ves tú. No tienes la menor capacidad social y el tenerla se ha vuelto vital de la noche a la mañana. Cosas que gustan a los demás no te interesan, y viceversa, pero no es agradable decir no. No entiendes nada ni puedes admitirlo.

El instituto es el infierno. Y, mayormente, quienes fueron felices en él eran los más tontos del barrio. Los que más sencillo lo tenían para seguir la corriente porque carecían de personalidad. El instituto es un desguace de espíritus jóvenes.

O eso es lo que me digo para justificar mi colección de frustraciones de entonces.
Yo era un adolescente inadaptado y marginal, si, ¿y qué?

9.11.05

Road Trippin'

Siempre me han gustado los viajes por carretera. Hay algo de mágico en cómo puedes pisar el asfalto y, sin abandonarlo, llegar a casi cualquier lugar. La carretera viene a ser una nueva dimensión, perpendicular a todas las demás, ubicua e infinita.



En mis viajes cortos y largos he notado que escuchar música se ha convertido en una necesidad. Y que la aprecio con una mayor intensidad que cuando la escucho sentado en mi habitación. En el contexto del desplazamiento, las canciones parecen encajar como la banda sonora de una película, amplificando el momento, y abriéndose y revelando un nuevo significado gracias a él. El paisaje parece deslizarse al ritmo de la música.

Sin descartar que ello sea pura sensiblería, puede que estas sensaciones nazcan del sentimiento de enajenación que conlleva incluso el desplazamiento más corto y rutinario. Salir supone asumir un pequeño riesgo de no regresar. El que se marcha abandona brevemente lo que tiene y lo que conoce. Un viaje, corto o largo, nos deja expuestos y expectantes ante el ancho mundo.
Y esa salida al peligroso pero fascinante exterior induce un estado de conciencia agudizado. El viajero (que no el turista) se abre, se empapa, aprende, se deja fascinar, en parte porque más vale siempre estar en guardia, en parte porque es inevitable ante lo nuevo. Y todo ello propicia un estado mental idóneo para aprender, experimentar, gozar.

Hay un hito en la narrativa mitológica y épica cuya recurrencia está sobradamente estudiada: el viaje del héroe. El protagonista comienza sus aventuras con un viaje que le lleva a aprender sobre el mundo, a desarrollarse y conocerse a sí mismo, a hacerse adulto.
Conocerse a uno mismo es un largo, complicado y apasionante viaje, parece querer decir el subconsciente colectivo.
Los refritos modernos de Tolkien, Star Wars y similares explotan la simple pero insoslayable carga simbólica del tema. Y las historias de Kerouac de viajes sin partida ni regreso, sin reservas ni salas de espera, subliman el concepto hasta los huesos: no importa el destino, solo importa el viajar. El desarraigo se descubre no como evidencia de miseria, sino como otra forma de vida, y el nomadismo como vía hacia la iluminación.

El hippy que llevo dentro resuena con esas ondas, tío, pero el treintañero cínico y holgazán que le acompaña le puede. Desventajas de la no-violencia. El caso es que no he viajado ni la mitad de lo que querría, y sé que un dia me lamentaré por ello.

3.11.05

Instant Karma!




Si la población mundial no ha dejado de crecer nunca, y siempre ha habido una gran mayoría de gente jodida y en la miseria...
...¿dónde deja eso la creencia en la reencarnación?